jueves, 23 de julio de 2020

9 de abril de 2020

Puede ser importante que nos demos cuenta que esta situación que entendemos como pandemia o una crisis de salud sin precedentes, no es precisamente una guerra aunque sus efectos sociales finales sobre la población humana sean similares. Y no es una guerra porque esencialmente no surge de una pugna por el poder ni por recursos entre naciones. Puede ser importante entender que todo esto surge espontaneo como una interacción de especies, de ecosistemas. Tal vez evitable, en cuanto prevista, como muchos de los eventos que la ciencias humanas nos vienen advirtiendo desde hace décadas a pesar de una creciente dicotomía entre algunos sectores poder político y económico y algunos sectores de la ciencia que aún no sucumben totalmente a los avasallantes intereses de los primeros.
Parece que esta vez esta pandemia viral no extinguirá la especie humana y en algún momento lejano lloraremos a nuestros muertos como héroes involuntarios de una especie de guerra que pareciera que ninguno de nosotros declaró, o simplemente lo veremos como un fenómeno ecológico que todos propiciamos. Ciertamente esta vez la devastación va a ser peor, pero así como tal vez no desaparezca la especie humana, tampoco la de los virus. Los riesgos de subsistencia adquieren una relevancia real y las condiciones de nuestra interdependencia y equilibrio están por definirse.
Esta vez, de este nuevo fenómeno de interacción surgió una amenaza a la existencia común de los hombres como especie que nos hace dimensionar la fragilidad de la vida humana y nos debería hacer reflexionar de nuestro éxito, nuestras prioridades y decisiones como especie. Han surgido, como grama en tiempo de lluvias, las ideas de renovación, de reinvención en todos los órdenes, los oficios y las ideologías. El balance de nuestro devenir como colectividad todavía está por hacerse.
Es increíble, pero nos toma esta situación sin haber hecho el balance completo del impacto de nuestro entorno, de nuestro propio nicho evolutivo cercano, el que nos dio la posibilidad de surgir como homo sapiens sapiens desde una fórmula original a través un misterioso, delicado y complejo juego. Todavía, no como especie ni como individuos, tenemos claro cómo comportarnos desde nuestras convicciones para vislumbrar un entorno conectado con otras especies y elementos que garantice a todos estos una existencia común. En esto, la ciencia aún no crea conciencia; es increíble.
Pero lo más significativo desde nuestra perspectiva humana es que nos toma, también, esta situación sin haber hecho el balance de nuestras propias conquistas. Hace cerca de trescientos años conquistamos el reconocimiento mutuo a la existencia y sus condiciones a través de la Declaración de los Derechos Humanos. Tuvimos la osadía de llamarlos Universales, como si la existencia humana debiera prevalecer sobre la de otros con quienes la compartimos en el Universo. En nombre de esos derechos cambiamos nuestra manera de dirigir nuestros destinos comunes y dimos un sentido nuevo a casi todas las actividades humanas.
Sin embargo, en lo fundamental, esa tarea la hemos hecho de modo tan pobre, tan corta en sus alcances, tan compleja en su implementación, tan ajena a nuestra vidas cotidianas que lo único que podemos sentir de ese balance en los días en que vemos los efectos de la amenaza global es vergüenza colectiva. Por supuesto que brillan los opositores al devenir insolidario, muchos con la luz de lo eterno. Pero mirando todo el escenario, no nos pudo tomar en un momento más flagrante de la falla de implementar los derechos de todos los hombres. No hicimos las tareas que nosotros mismos nos propusimos. Produjimos segmentos de humanos muy privilegiados y hordas de humanos marginales. Los lemas institucionales de la igualdad y la justicia se desmoronan. Un decepcionante escenario a la luz de nuestras conquistas a medias como especie.
Hoy también existen miles de argumentos para no haber asegurado nuestras tareas fundamentales como especie. Categorizamos el valor de la vida humana por razones afincadas en las interpretaciones y tergiversaciones más diversas e inverosímiles de las ciencias sociales, naturales y exactas, de las doctrinas religiosas y de los conocimientos ancestrales. Así, ponemos en riesgo la existencia de millones y abandonamos el propósito de generar las condiciones que garanticen la dignidad humana para no hablar de la de nuestro entorno. A ese combustible le pusimos el fuego de una exponencial capacidad para la desconfianza humana que consumió todo indicio de compasión.
Todo nuestro afán por proteger los derechos de cada ser humano sucumbió en aras de nuevos paradigmas que justificamos en otras conquistas en la ciencia, el capital, el placer, los dogmas, el progreso pero casi ninguno en la vida emocional, la intuición, la creatividad, la compasión, el dolor y la renuncia. Acaso no fueron estos últimos, los elementos fundacionales de las vidas de todos los seres humanos que inspiraron la incepción de los Derechos Humanos y de quienes contemplamos con indignación sus destinos finales en la miseria, en la horca, en la pira, en el destierro, en el hambre, en la ignorancia, en el abandono y en la traición de sus congéneres hasta que la muerte les llegó como un dádiva del Universo? No fue todo esto lo que nos inspiró a ser todos, al menos, iguales?
Es así de simple; decidimos abandonar una gran dimensión de nuestra condición humana. Esa que nos hace sabernos frágiles y no invencibles. Esa que nos hace aprender del dolor y la pérdida y no guiarnos por el placer y las conquistas. Esa que permite el llanto, la derrota, el fracaso, la escasez, la incertidumbre y la fragilidad como elementos consustanciales de la vida y fuentes del saber profundo. Esa que no necesita de la imagen, el prestigio, la abundancia, la erudición ni el poder para relacionarnos con otros ni con el universo ni con nuestro propio sentido de la existencia.
Hemos abandonado una dimensión humana que se cultiva en la convivencia primordial y elemental del núcleo familiar cualquiera sea su composición pero fundada en la solidaridad ante la adversidad y la finitud. Aceleradamente nos convertimos en turistas perennes de la aldea global en una búsqueda insaciable de experiencias de placer que desgasta los recursos del entorno cada vez más limitados y las vidas de muchos para alimentar y aceitar la gran maquinaria de la productividad y el consumo. A la ciencia la usamos como mejor le convenga a los que derivan algún privilegio de cada sistema productivo y así dimos el giro fatal para preferir toda clase de instituciones y no a todas las personas. No somos dueños ni responsables de la tierra, del aire ni del agua; somos usuarios de servicios que pagamos en línea y exigimos condiciones pactadas en contratos. Somos demasiados para los recursos y nuestra mejor apuesta fue alinderarnos en naciones, corporaciones y ejércitos para acaparar y especular, no para usar los linderos para compartir y negociar desde lo justo y equivalente. Perdimos el sentido de la humildad y nos pusimos la camiseta del éxito.
Esta vez no moriremos todos. Dicen que la vida humana cambiará definitivamente. Me pregunto cómo será ese cambio. Me pregunto, qué principios nos guiarán ahora cuando llegamos a un momento de fragilidad colectiva sin haber hecho las tareas que nos propusimos en las más significativas conquistas humanas. Intuyo que las respuestas saldrán de cosas simples y presentes en cada uno de nosotros después de altas cuotas de dolor colectivo. Pero esta vez tampoco cambiaremos todos.
Me arriesgo a pensar que las respuestas que llevan esperanza para las hordas de humanos marginales, abandonados, segregados y en fin, todos los expuestos al inefable destino de esta especie diversa, están en la capacidad de confiar. Ella puede surgir cuando imprimimos de voluntad humana a las experiencias personales de la fragilidad, del dolor, del miedo y de la pérdida. Confiar, que nace de asumir la certeza de que el otro, que todos los otros están ahí por una razón que tiene que ver con mi destino humano. Confiar en el otro, en el destino, en cada ser humano, a pesar de que no hay certezas, a pesar de la traición, a pesar de la soledad, a pesar del dolor y la pérdida; a pesar de que la vida propia acabe.
La acción del humilde no es infravalorar lo propio ni asumir la desesperanza. Confiar es la acción de los humildes. Y es la única manera de generar más confianza. Humildad es lo único que queda para aplanar la curva creciente de insolidaridad con nuestros congéneres y con nuestro entorno. Humildad que permite contemplar el horror y la belleza. Humildad que permite asumir la pérdida y el éxtasis. Humildad que permite acoger la escasez y al abundancia. Humildad que permite ser uno en el todo.

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